jueves, 19 de abril de 2012

PATRICIA MILLÁN: 'De mi no-familia, bichos y demás sentimientos'

El anuncio de televisión es un engaño. Los corderos son blancos un día, y al siguiente de nacer ya se han restregado por todos los arbustos, rocas y charcos de barro imaginables, y su lana se tinta de un amarillo indefinido, o más bien, definido pero poco decoroso. Al tacto distan bastante de ser algodonosos, tal vez lija de grano grueso sea un término más ajustado. Y a su paso dejan un olor que, mezclado con el estiércol de las vacas, podríamos definir como “Eau de campagne”. Porque el campo, a diferencia de lo que me quieren hacer creer esas gentes poseídas por un espíritu bucólico, no huele a flores, ni a rocío mañanero, sino a residuos animales y gasolina. Y puestos a elegir, me quedo con la gasolina de ciudad, sin acompañamiento.
En el pueblo no existe el concepto “moda”. O tal vez sí. Depende de a quién pregunte. La tía Felisa, chanchullera y aduladora, no deja de alabar mi vestido negro, con pequeñas flores grises salpicando la raída tela negra. No me molesto en replicar que si le gusta, es porque perteneció a mi madre, y antes que ella a mi abuela. Así que seguramente le encanta porque es un vestido de su época. Tampoco le explico que he destrozado un magnífico par de zapatos de salón color nude, ribeteados en dorado, sumergiéndolos en un maldito charco de barro nada más salir del coche, barro que ha salpicado un par de delicadas medias, y una falda que cuesta más de lo que ella podría gastar en un año en comida. No hago ostensible mi indignación al ver que, veinte años después, las calles siguen sin estar asfaltadas, pero sí cubiertas de esas pequeñas bolitas negras, símbolo de la prosperidad de todo pueblo ganadero que se precie, calculada en base a cabezas de ganado. Me callo que me he visto obligada a hurgar en armarios carcomidos con olor a alcanfor y humedad, hasta encontrar algo que no me importase destrozar en este maldito paraje aislado del mundo. Porque esto, esto no es mundo. Esto es un paréntesis entre ciudad y ciudad, entre civilización y civilización, un descuido que nadie se ha molestado en arreglar, por desconocimiento, por pereza, o por no saber qué utilidad se puede obtener de cuatro casas medio derruidas en un valle perdido.
La tía Felisa, ya que estoy, no es tía de nadie. Pero siempre la hemos llamado así los que parábamos por estos aledaños. En el pueblo, todos somos algo de alguien. A mí me han presentado como la nieta de Mili “la pocholi”, prima de Aquilina, sobrina de Amparo, biznieta de Concha, la mujer de Eloy, el que se fue allá por la época de Franco, vete tú a saber dónde, porque estaban a punto de darle de ostias. Si no bastasen las referencias familiares, soy la que vive en la casa grande, la de los ricos, la de la plaza, la del balcón que da al huerto de Sole (o peor aún, de la Sole), la de los bancos de piedra a la entrada. Soy la que estudió en Bilbao, la que de pequeña se rompió un brazo al caerse de la bicicleta frente a la cuesta que va a casa de Julián. Soy de todo, menos yo. No soy nadie y soy todos al mismo tiempo. Parece que de mi cuerpo surgieran hilos que me uniesen a cada uno de los individuos de mi no familia. Y cada vez que me veo obligada a asomar la cabeza por aquí, buscan nuevas conexiones que me aten no sólo a la gente de mi pueblo, sino también hacia los que viven en los pueblos de alrededor. Nunca he sido consciente de que mi familia fuera tan grande, pero dudo que ninguno se presente en mi funeral.
La peor consecuencia de que todos seamos familia, es que no hay necesidad de intimidad. Las puertas no se cierran jamás, y cualquiera puede aparecer a las ocho de la mañana en mi dormitorio para invitarme a dar un paseo por la vega. Aparecen a la hora de comer y se sirven del plato de jamón sin ser invitados, me cogen prestada la motosierra, la cazuela grande –que vienen mis nietos a comer y la mía es muy pequeña–, un par de zapatos –que tengo un funeral y los míos están destrozados–, lo que se tercie. Y como somos familia, y en familia hay confianza, y la confianza da asco, pueden permitirse no devolvérmelo hasta que se acuerden, o hasta que lo necesite y lo reclame, o nunca. Tal vez sean sus hijos los que se lo devuelvan a los míos algún día, después de haberlo encontrado por ahí tirado en una bodega sombría y llena de telas de araña.
En la ciudad hay cucarachas, moscas y mosquitos. En el campo también. Y además, una interminable retahíla de bichos varios en color, forma y modo de desplazamiento, que, a falta de una experiencia previa negativa, se creen que están por encima de mí en la pirámide evolutiva. La gran mayoría asquerosos, y el resto, de vivos colores, venenosos. A eso sumo el ganado, las aves salvajes y de corral, y un variado surtido de alimañas y roedores, y obtengo una experiencia similar a visitar un zoológico, pero sin monos y peor. El animal que más odio, al que me dan ganas de romperle el cuello cada mañana, es el gallo. Muy digno él, despertando con soberbia a todo ser viviente en kilómetros a la redonda. Teniendo sólo dos cometidos en la vida (cacarear y reproducirse), bien podría haber elegido otros horarios.
Despertarme en el pueblo es una sensación muy desagradable, porque tengo por delante horas de hastío que no sé con qué rellenar, así que opto por dormir mucho: me acuesto a las diez y me levanto a las doce. De esta forma sólo tengo que ocupar diez horas al día. Si resto hacer la comida y comer, quedan nueve. Explorar el desván, ocho. Leer, cinco. Emplearía una hora en bañarme si el agua no llegase directamente de la montaña, gélida, sin posibilidades de poner en marcha el maldito calentador. Así que sólo puedo rebajar unos diez minutos. El pelo me lo lavo con agua que caliento en la cazuela grande –que vienen mis nietos a comer y la mía es muy pequeña–, siempre que no me la hayan cogido prestada. Si no, en dos veces en la cazuela pequeña.
La única vez que pensé en darle al lugar una segunda oportunidad, y llevé mi mejor equipamiento de montaña, dispuesta a disfrutar de una florida primavera, nevó. Seis días encerrada en una cocina minúscula, con techos bajos que demuestran que las nuevas generaciones ganamos al menos en centímetros, si no en otras cosas. Al calor de un horno de leña, que me provocó un dolor de cabeza bastante notable, pero al menos no la muerte por asfixia.
Mi familia siempre me ha dicho que a los treinta aprendería a disfrutar del pueblo, sus paisajes, el sosiego. Me quedan seis meses y, o el golpe en la cabeza que me he de dar será muy fuerte, o dudo que el odio que me inspira termine de repente.

1 comentario:

  1. Relato fresco como el agua que calentabas en la cazuela. Chapeau.
    Koska

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